LyVian Kasto

     No es en la sacralidad de las catedrales que mi alma encuentra su completud y  regocijo.

   No es en la inconmensurabilidad del cosmos que mi corazón despliega su plenitud amorosa.

      No son todas las flores de los campos los que develan la belleza ante mis ojos.

     Son tus sonrisas como campanadas las que llenan de música mis días.

       Es tu voz la que brinda a mis espacios vacíos el deleite de los días. Porque tú eres mi lugar sagrado, mi cosmos, mi sembradío de belleza y de color.

       Antes de tenerte entre mis brazos, lo mismo que se sujeta un pétalo de rosa, ya te amaba, ya te soñaba, y cuando llegaste, llenaste con tu aroma a dicha y a vida todos mis esteros.

Como cuando el sol nace luego de la desbastadora tormenta. Así te recibí en mis brazos.

        Cada uno de tus lunares, coda cabello tuyo, cada sonrisa, cada lágrima, cada suspiro, los tengo capturados y atesorados.

         Volarás un día, como vuelan las palomas y las águilas. Pero yo siempre, siempre, siempre y para siempre voy a ser el nido al que tu alma puede regresar victoriosa o rendida, enérgica o agotada. Yo soy el remanso donde tu vida fluye eterna. Tu rescoldo del día. Tu oasis. Tu fortín.

         Sos el “Aquello” que le da sentido a mi existencia. Como el “aquello” que buscaban Platón, Descartes, quienes lo han seguido buscando, pero yo, encontré en tu mirada todas las respuestas. Las encontré cuando peinaba tus rulos, cuando jugábamos a la mamá. Cuando corrías detrás de Piluso. Cuando aprendías a andar en bicicleta. Cuando te veía aprendiendo a nadar. Cada vez que te escucho decir “mamá” todo en este y en cualquier universo paralelo, cobra sentido.

           Yo soy  tu madre que te ama. No tienes que hacer nada. No   necesitas velar por este amor. Es tuyo para siempre. Como un regalo con el que cuentas solo por la dicha y el regocijo que me has dado únicamente con nacer

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Dedicado a mi hija Maia, escrito en Enero de 2019