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La Siesta de Azulado

             Es una ventana pequeña. Una ventanita bah. Está en la puerta de acero. Tendrá una cuarta de ancha  por una cuarta de alta. Tiene dos barrotes. Algunas veces la abro. Entonces entra un poco de sol. Cuando llueve entra  olor a tierra mojada. Veo un pedacito del día lluvioso. Un pedacito de una cuarta por una cuarta. Si me acerco, veo un poco más. Pero con los barrotes atravesando el panorama. Igual es lindo. La puerta si quiero la puedo abrir. Pero mucho no me dejan. - ¡Es muy peligroso! ¡Usted tiene que entenderlo! – y si. Yo no estoy de acuerdo. Pero...

            Con la puerta cerrada y la ventanita abierta, puedo ver desde mi silla, un árbol. En esta época otoñal, las hojas están medio verdes mezcladas con amarillo. Yo me imagino que en el suelo debe haber algunas que se empiezan a caer. Desde la ventanita no las puedo ver. Solo  las hojas de la copa del árbol. Una cuarta por una cuarta. Pero si me paro me puedo fijar. Veo unas ramas también. Pocas. Unos pedazos como si estuvieran cortados. Así, si uno no supiera qué es, no parece nada. Uno se preguntaría ¿de dónde sale eso, y cómo se sostiene en el aire? Porque uno no ve el tronco plantado en la tierra, ni las raíces sosteniendo al tronco. Yo igual, no lo  veo, pero como ya sé que las ramas de los árboles no andan flotando solas por ahí, me imagino que tiene que haber un tronco y unas raíces. Porque abajo está la tierra. Que tampoco la veo. Pero yo sé que ahí está. Me entró la curiosidad. Me voy a levantar y voy a ver cómo es el tronco.

            No es ancho, pero se lo ve fuerte y bien formado. Me recuerda a mi padre. Es alto, si cuento las puntas de las ramas que nacen en el corazón de su copa. Parten en circunferencia. Hacia arriba. Muy ordenados. Muy armónicos y equilibrados. En la base no se ven las raíces. Están bajo la tierra. El viento arrastra las hojitas que están caídas. Como yo imaginaba antes. Las levanta y las lleva para acá, para allá.

            Unas patas negras se asoman arrastrándose entre la nubecilla de polvareda, que danza en círculos anillando al árbol. Es negro. Mete el hocico en los pocitos rebuscando no sé qué. Arrastra las patas. Levanta el hocico, lo sacude. Un pelaje negro azulado corto, lo cubre por completo. Brillante. Mira para acá. Mira para allá. No hace nada. Arrastra las patas. Me parece que me ve. Pero no. Me arrancó una sonrisa. Está eligiendo un lugarcito para echarse. Rasca la tierra. El sol que es un payaso amigo de la vida, le entra con un rayo. Lo anima, y sí. Se echa ahí. Con la cola pegada al árbol. Calientito. Lo está mimando Dios. ¿qué más puede pedir este paisano callejero?

            No parece un perro. Parece un montón de huesos amontonados al sol. Seguro que viene todos los días. Seguro que se pasa todas las siestas ahí tirado a los pies de ese árbol.  Las hojas le vuelan arremolinadas sobre el lomo negro azulado. El brillo de un rayo de luz lo hace místico. Aunque pensándolo... solo por un instante, hoy voy a abrir la puerta. Pasan cosas  linda allá afuera. Aunque me digan que es “Peligroso”.  A ver como se ve azulado echado bajo ese árbol, pero sin los dos barrotes de mi ventanita de una cuarta por una cuarta.   A ver como se ve...

            Le puse azulado al perro,  pasó toda la tarde echado al sol. Bajo el árbol que está frente a mi ventanita con barrotes. Lástima que me tengo que acercar a la ventanita para ver a azulado. Igual, no está todo el día ahí. Es un vagabundo. Va y viene. Hoy hace siete días que me asomé por primera vez y lo vi. ¿Sabes que hace a veces? Se pone firme. Se yergue como una esfinge, y mira la hondura filosóficamente. Sostenido en un espacio sin tiempo. Todo se desvanece entre él y yo. ¿Qué estará pensando? Ya sé que los perros no piensan. Pero este sí. Este piensa porque yo le puse “azulado”. ¿Qué estará pensando azulado? Se desploma como un montón de huesos. Bajo el árbol. Pobre el árbol ya está casi desnudo. El árbol también lo ama. Azulado es lindo. Se hace querer. ¡Sin que se den cuenta! Todas las tardes, abro un ratito la puerta. Para ver el desfile de la vida. Porque no me conforma verla desde la ventanita de una cuarta de ancha por una cuarta de alta. A través de los barrotes. No es lo mismo.  La tibieza del sol del otoño es perfecta. Conforta lo huesos. Alivia las penas. Y azulado, te alza el espíritu de ternura y alegría.

 

¿Sabrá azulado que le puse nombre?

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